Hace unos días fue el día del niño en Argentina y fue un tema que salió mucho en consulta, y eso me hizo reflexionar un montón. No es una novedad que la infancia sea un momento crucial en la vida de las personas, es un momento donde se sientan las bases de todo y pasan muchas cosas. Pero nuestra infancia no termina cuando nos volvemos adultos: nuestra infancia sigue moldeando nuestra manera de ver el mundo y de relacionarnos con nosotras mismos.
Cada experiencia de nuestra infancia no solo se guarda en la memoria, también se graba en el cuerpo, en las emociones y en la manera en que nos relacionamos con el mundo. A veces está en la forma en que buscamos aprobación, en cómo reaccionamos al conflicto, o en la facilidad (o dificultad) que tenemos para poner límites.
Lo que recibimos —y también lo que nos faltó— va moldeando la manera en que hoy nos cuidamos, nos exigimos o nos damos permiso para descansar. Y esa influencia suele aparecer sin que nos demos cuenta: en los vínculos, en el trabajo, en nuestras expectativas de éxito o incluso en la forma en que nos hablamos a nosotros mismos.
Cuando empezamos a reconocer esas huellas, no desde la crítica sino desde la curiosidad, se abre la posibilidad de comprendernos mejor y dejar de vivir en piloto automático. Entender de dónde viene lo que sentimos es el primer paso para poder transformarlo.
Huellas invisibles
No es cuestión de buscar culpables, sino reconocer patrones para liberarse

Cada experiencia que vivimos de niños deja una huella, muchas veces sin que lo registremos. No son solo recuerdos; son los cimientos de nuestras creencias, de lo que sentimos que merecemos, de cómo enfrentamos los desafíos y nos exigimos.
Los abrazos, las palabras, los límites, los silencios, los “sí” y los “no” que recibimos forman la base de cómo interpretamos la vida. Y aunque pasen los años, esa influencia permanece: a veces nos empuja, otras nos frena, y casi nunca la vemos con claridad.
Reconocer esto no significa revivir el pasado con dolor, ni buscar culpables, ni castigarnos por lo que fuimos. Es observar con atención y curiosidad cómo ciertos miedos, creencias o reacciones de hoy podrían tener raíces profundas en nuestra historia. Por ejemplo, algo que aprendimos hace años sobre el valor de esforzarnos o cómo “deberíamos” sentirnos frente a los demás puede aparecer en decisiones, relaciones y emociones actuales.
No estamos condenados a repetir patrones ni a vivir atrapados en ellos. Comprenderlos nos da perspectiva y nos permite cuestionar: “¿Esto que siento o hago hoy viene de lo que realmente quiero, o de algo que aprendí cuando era niño/a?”
Reconocerlo nos abre un espacio para elegir conscientemente, para decidir qué mantener, qué transformar y qué dejar atrás. Y no hace falta hacerlo solos. Es valido pedir ayuda, buscar espacios donde nos sintamos escuchadas y comprendidas. Lo que sucedió en nuestra infancia nos formó, nos dio herramientas y también desafíos, pero no nos define completamente (!!!). Cada paso que damos hoy puede ser una construcción nueva, un aprendizaje que sumamos sobre lo que ya éramos, sin borrar nada ni sentirnos culpables.
Mirar nuestra historia con conciencia nos permite relacionarnos con nosotros mismos desde un lugar más amplio: no como víctimas de nuestro pasado, sino como adultos que pueden observar, entender y elegir. Esa mirada nos da libertad y nos conecta con nuestra capacidad de transformación, de cuidarnos y de sostenernos mientras construimos nuestra propia narrativa.
Recurso
Carta a tu niño interior
Un recurso simple pero poderoso para conectar con nuestra infancia es escribirle una carta a nuestro yo más pequeñito. No hace falta que sea largo ni perfecto; lo importante es que sea sincero y sin juicios.
Podés empezar así:
- “Querido/a [nombre que quieras darle a tu niño/a interior]…
- Hoy quiero decirte que te veo, que reconozco todo lo que viviste y todo lo que sentiste…”
- Después, podés agregar palabras de cuidado, reconocimiento y amor: lo que a ese niño le hubiera hecho falta escuchar en su momento.
No se trata de revivir el dolor, sino de reconocerlo, validarlo y ofrecerle compañía desde el presente. Escribir esta carta te ayuda a integrar partes de tu historia, a dar espacio a emociones que quizá quedaron calladas y a reforzar que, aunque algunas experiencias nos marcaron, hoy podés acompañarte, cuidarte y tomar decisiones diferentes.
Al terminar, podés guardar la carta, releerla cuando lo necesites o simplemente cerrarla con un gesto de cierre: un abrazo simbólico, una respiración profunda, un “está bien, estoy acá”. Este pequeño ejercicio puede recordarte que no estás sola y que tu historia, por más que haya dejado huellas, también puede transformarse en fuerza y cuidado hacia vos misma.